Blandengues, o la decisión de la nada
Alberto es blandengue. Desde que con el liceo fueron al mausoleo de Artigas se fue gestando en su ser el deseo de ser uno de esos hombres serios, vestidos de trajes llenos de placas y brillos. Es más, fue al colegio militar para serlo. Al contrario de lo que muchas personas creen, él encontraba algo placentero en la quietud estática de la verticalidad. “Antes de estar acostado mirando Netflix, prefiero quedarme parado solo” decía. Cada vez que lo criticaban él encontraba la forma de salirse con la suya, dependiendo con quién utilizaba cada respuesta: a les más hippies, les decía que era su forma de meditar, a los fans del gym les decía que era su forma de hacer ejercicio, que sacaba músculos en las piernas y en los glúteos, o inventaba que se ponía auriculares invisibles y escuchaba audiolibros cuando hablaba con les intelectuales.
Así fue complaciendo a todo el mundo, haciéndoles comprender que ser blandengue tenía muchas virtudes. Pero en realidad, a él solo le generaba placer estar quieto, mirando para adelante. Era el único momento en el que Alberto se sentía él mismo. Desde pequeño había tomado el rol de proveedor de la familia, su padre había fallecido cuando él era niño y como hermano mayor había tenido que ponerse a trabajar en la panadería de la esquina de su casa aparte de seguir yendo a la escuela, porque como decía su madre “no tendremos de comer, pero al menos no serás burro”. Creció, cumpliendo el rol de proveedor familiar junto con su madre, ocupando el espacio que le correspondía tomar. Y agradeció a su madre por haberlo obligado a seguir estudiando, ya que al recibirse de militar empezó a trabajar de blandengue tal y como lo había deseado siempre.
El placer fue inmenso, por 2 horas lo único que tenía que hacer era quedarse parado, no había que cocinar, ni trabajar en la panadería, ni llevar a sus hermanos a la escuela, no tenía que hacer nada o incluso pensar en nada que le obligaran a pensar. Alberto era un hombre libre en la quietud del mausoleo, lo divertía la nada. A veces, generalmente cuando estaba pasando situaciones de estrés cotidiano o cuando la luna estaba llena y no podía dormir bien, jugaba a encontrar figuras en las imperfecciones del mármol (había una igual a una oveja y otra que se parecía un avión persiguiendo a una rata), jugaba a ver qué tan serio podía quedar cuando les niñes de escuela le hacían chistes de jaimito, o si no, su juego favorito, tomar palabras que dijeran las personas que iban a pasear y generar canciones cual rapero de bondi. De todos modos, nada era comparable a la nada. La felicidad de estar siendo él, pleno, sin miedos, sin que nadie pretendiera nada de él, más que fuera él mismo en quietud.
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