Mi fracaso favorito
Es difícil pensar en un fracaso como tal. Cada momento que me viene a la mente queda pequeño en comparación a la suma de los pequeños fracasitos que llevaron a un gran fracaso imposible de sostener. Mi gran fracaso fue mentir, pero también mi fracaso favorito.
No voy a empezar a explicar como se dió todo ni por qué se dió todo. Hay cosas que simplemente pasan y una no tiene la capacidad emocional para lidiar con todo lo que vive. En aquel momento fue a veces divertido, a veces angustiante, a veces excitante, a veces y las más doloroso. Ocupar el lugar de otra persona nunca es recomendable. Pasé tiempo intentando disimular la verdad, si es que existen las verdades. En ese momento sentí como si pudiera ser capaz de llevarme el secreto a la tumba, ese algo nos volvía cómplices y en esa complicidad, inseparables.
Los años pasaron y la necesidad de la complicidad se fue desvaneciendo como se desvanece el humo pesado en el cielo, por partes pero inevitable. Me encontré encerrada en algo que no quería habitar pero que comprendía que debía de para no lastimar más. Me dolía en el cuerpo, pero más que nada, me confirmaba la impureza propia, me espejaba lo roñosa que me precibía aunque nadie lo supiera. Yo sí lo sabía y eso me bastaba para alejarme de quién era y ser quién se suponía que debía ser. Mantener el orden. Ser amada. Ser respetada. Y cuidar.
Cada día que pasaba la amistad pasaba por más pruebas, el karma pasa factura y me enseñó a desapegarme de lo que no debía. Comprendí a que me agarraba con fuerza, comprendí que me podía doler igual. Comprendí que a veces hay que bancar y otras llorar. Me sentí culpable y mentirosa, que ambas tenían verdad. No me voy a poner a hablar acá de la culpa como construcción social y eclesiástica porque cuando la habitas te come el cerebro, te llora en el pecho, se tranca en el sexo y se entumece en las piernas.
El desenlace no solo fue desastroso, si no que fue por partes. Un final continuo que causó movimientos en mi cuerpo y en mi concepción de mi misma. Noté con qué facilidad puedo encubrirme, decir lo que debo en vez de lo que quiero. Adentro grité, afuera una gélida capa de desaciertos cubría las habitaciones en las que mi boca parecía contradecir todo lo que mi mente era capaz de formular. Me defendí. Y pensé que quizás yo no me merecía toda la libertad. Pero lo noté y asumí mis propios métodos de supervivencia. Reconocí cómo reacciono frente a las situaciones que me exponen y desnudan.
Y escribí, como liberación. Escribí porque cuando escribo no puedo mentir. Porque lo que queda en tinta mancha y se vuelve imposible desmarcar. Escribí y me sentí libre. Todo lo demás fue dolor y decepción, fue desconocimiento propio, fue un gran ¿y ahora que?
Ahora es mi fracaso favorito. El que me trae y me enseña constantemente que no soy lo que hice ni esta ni otras veces, que todo lo vivido me constituye, que la identidad me la sigo construyendo y que hay lugares que no debo visitar. Que decir la primer certeza que aparece es más fácil que encubrir y que hay más adrenalina en la verdad que en la mentira. Aceptar públicamente el error me vuelve humana a los ojos que me miran en el espejo y a los ojos que esperan algo de mi. Me quedo siempre recordando la frase que me dijeron y que planeo llevar conmigo por todos los años que me quedan en este plano: No sos una expectativa, sos una persona.
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