Vivir en otro país

Decidió mudarse a otro país cuando su madre murió. Le tomó dos años conseguir el dinero necesario para poder irse y al menos mantenerse unos meses, pero a las dos semanas de habitar lejos de su hogar se dio cuenta de que había tomado una terrible decisión. ¿De qué iba a trabajar? No hablaba el idioma y simplemente iba a estar solo en el medio de una ciudad en la que no conocía a nadie. Tampoco hablaba inglés, que bien sabemos es necesario en cualquier ámbito de la vida extrangera. Así que volvió a su mismo trabajo, a su misma casa, todo era lo mismo, menos su mamá.

A los dos años conoció a Florencia. Florencia era una psicóloga que trabajaba con niñes con autismo, por lo que su trabajo se había hecho muy popular en los últimos tiempos. Florencia también era bailarina de pole dance profesional y era así como se habían conocido. En una de sus búsquedas de salir de su zona de confort, o de escapar del confort introspectivo que lo llevaba a pensar en todo lo que no tenía, decidió inscribirse a lecciones de pole. Bah, al principio empezó con lecciones de acrobacia en un espacio donde también se daban clases de pole y se sintió llamado a probar. Florencia era una alumna experta, de esas que solo va a las clases a practicar y que toma el rol de enseñante cada vez que la profesora tiene que faltar. Una noche, en la cena de fin de año, él le ofreció acompañarla a casa con la excusa de que caminaban para el mismo lado. Florencia dijo que si.

En el camino descubrió muchas cosas: que le gustaban los gatos, las orquídeas y tomar te con leche. El te con leche es el mejor para meter las galletitas, decía. Iván no podía estar más en desacuerdo, pero le respondió: si querés yo tengo leche para esa galletita. Florencia lo miró con cara de asco y le pegó una cachetada. Qué asco imbécil, no me hables más. Y se fue corriendo hacia su casa.

Así fue como Iván se quedó sin pan y sin la galletita. Nunca más fue a clases de Pole Dance, pero este evento fue decisivo: a los dos meses compró un vuelo de ida sin retorno a Madrid. Había terminado la carrera de programador y, decidiendose por hacesela más fácil, seguiría teniendo su trabajo desde Uruguay. Encontró otra gente increíble que afortunadamente hablaba su mismo idioma, bailó, comió, siguió viajando por el mundo, pero nunca más le preguntó a ninguna mujer sobre preferencias al desayunar.

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