Anastasia
No se imaginaba la respuesta que ella le iba a dar mientras la miraba desde los últimos bancos de la iglesia. Se imaginaba otras respuestas, pero no esa. La iglesia de los domingos se encontraba llena un jueves y ella estaba ahí. Ella. Hacia años era parte de esa congregación y nunca la había visto en ese contexto. Hacía años no la veía. Un poco después de la muerte de su esposa se había propuesto estar más cerca de alguna religión, nunca había sido muy creyente en nada, pero sentía que a las personas que creían mucho en Dios no le pasaban tales desgracias. Obviamente que frecuentando la iglesia comenzó a darse cuenta que todo el mundo, independientemente de su credo, viene acompañado por las miserias. Empezó a dudar un poco de todo esto de Dios y su funcionamiento, pero el conocer personas nuevas y maravillosas, lo llevó a tomar la decisión de quedarse en esta comunidad eclesiástica. Gente linda, decía. Por ejemplo Juan Carlos.
Juan Carlos había sido el cocinero del restaurant del pueblo. Mario antes lo conocía solo de nombre y del inconfundible sabor de su salsa pizzera. La salsa pizzera de Juan Carlos era reconocida nacionalmente, por más extraño que suene. Hacía no muchos años atrás, en los momentos previos a su jubilación, le habían dado una mención estatal a la calidad superior en material pizzero. Esto, por suerte, atrajo a mucha gente y turismo gastronómico al pequeño poblado donde ahora habitaba Mario, pero después de dos años de ventas inauditas, Juan Carlos pidió retirarse. Y qué caos. No es que él se haya llevado con si la receta de la pizza, todo lo contrario, intentó enseñársela al nuevo cocinero mostrándole con lujo de detalles todos los pasos necesarios, los ingredientes secretos, le hizo dibujitos y videos tutoriales, lo llevó a su casa para que supiera como se preparaba antes de hacerla, pero no había caso, el resultado estaba lejos de ser siquiera similar. Por eso, hasta el día de hoy, Juan Carlos sigue haciendo pequeñas cantidades de salsa pizzera, que vende a su antiguo restaurante a cambio de grandes sumas de dinero, porque como sabemos, de la jubilación no podemos esperar mucho.
La primera vez que Mario fue a la iglesia se sentó por casualidad al lado de Juan Carlos e inmediatamente aquel le sacó charla. Que bienvenido, que a que se dedicaba, que qué bueno que se estaba sumando a la congregación, que él era el cocinero Juan Carlos, Ah! El de la salsa? El mismo. Un placer, bueno, casi un honor. El honor es mío... Mario. Mario, tenes cara de Mario sabés.
Y así comenzó una amistad solo crecía en su fuerza y su constancia. La primera cosa que les acercó fue la soltería. Juan Carlos era separado, pero tenía una buena relación con su exesposa. La cosa es que tanto a Juan Carlos como a Silvana les gustaba estar con otra gente, esto del poliamor digamos, pero ni les más poliamoroses pueden bancar a la misma persona todos los días por más de veinte años. Gracias a JC, como le había pedido el cocinero que lo llamara, Mario había empezado a frecuentar algunos bares y conocer gente nueva, y si, por gente nueva se refería a potenciales vínculos amorosos, pero por más que JC le pasara los piques para conquistar cincuentonas, Mario estaba un poco oxidado. Se acordaba de que en sus tiempos había que estar meses para charlar con una muchacha, esperarla afuera del liceo y acompañarla a casa, hacerse novios antes de siquiera darse un beso, preguntarle a los padres si la podía sacar a pasear. Pero ahora todo ese mundo era diferente y el uso de las apps de citas lo hacía sentirse un viejo chocho intentando conseguir algo impersonal.
Debido a esto, después de dos años de intentar conseguir algo de placer y atención, Juan Carlos decidió llevarlo a La Milicia para su cumpleaños, un prostíbulo a las afueras del pueblo donde hacía encuentros mensuales con su grupo de amigos. Iban solo por unos mimos, al menos eso decía JC. Al entrar, Mario se sintió aturdido y confundido, su primer impulso fue darse media vuelta y volver a casa, pero JC, conociendo el paño, ya había llamado antes y ya le tenían preparada a una muchachita para que le sacara charlas al cumpleañero. Anastasia. Debería tener unos veintitantos años, rubia, con los ojos castaños y una sonrisa que recibía a cualquiera. JC nunca había hecho nada con ella porque le parecía muy dulce, muy nueva, muy amiga como para tener ganas de chuparle las tetas. Sin embargo, Anastasia era de las muchachas más cotizadas del burdel, su capacidad de escucha y su inteligencia emocional, hacían que ella pudiera tener un vínculo más allá de lo meramente carnal con quienes decidían gastar sus sueldos en su dulce compañía. Así fue como iniciaron con Mario, a charlar. Anastasia solo tomaba agua, usaba siempre ropa de color dorado y le preguntaba a Mario sobre su vida, quién era, qué hacía, de qué trabajaba o había trabajado, cuáles eran sus sueños cuando era niño, cuál era su película o su gusto de helado favorito. Y así fue pasando el tiempo, creciendo su relación meramente amistosa. Mario se sentía a gusto en su cuarto rojo y aterciopelado, charlando y tomando té de manzanilla juntes. Tener estos encuentros semanales con Ana hacían que el llegar apretado con la jubilación a fin de mes, sea un placer.
La invitó a cenar y ella dijo que sí. Esta fue la primera y única vez que Anastasia le preguntó si no quería hacer nada con ella en el plano sexual, que era hermoso lo que estaban construyendo, pero que quizás él quería algo más a cambio de su dinero. Sin embargo, Mario no estaba preparado y le aseguró tímidamente que no era por su belleza o su deseo hacia ella, pero que no se sentía listo. Se lo comunicaría luego, cuando estuviera preparado.
El 28 de septiembre, Mario se despertó, se miró al espejo y se reconoció listo. Lo venía procesando desde hacía semanas: él la deseaba mucho. Como todos los miércoles, se acercó a la recepción de la Milicia para que le dijeran si tenía que esperar un poco o... la mirada de Macarena ya le dijo más que mil palabras.
- ¿Qué pasó, Maca?
- Pensamos en llamarte, pero no tenías señal.
- Es que justo me quedé sin datos.
- Se fue, Mario.
- ¿Cómo que se fue?
- Sí, vino un tipo anoche y se fue con él.
- Pero... ¿era Pedro?
- No sé, amor, lo siento mucho.
- No... eh... ¿no dejó nada? ¿Ni una carta, nada?
- La habitación está vacía, Mar. Si querés, podés pasar un rato.
- Sí, capaz que sí. Gracias, ¿te debo algo?
- Pero, imaginate...
Y así estuvo toda la noche en aquella habitación vacía, limpia y deshabitada. Parecía que nadie hubiese vivido ahí, que las charlas que habían mantenido eran mentira. Todo se había esfumado y no había pruebas de que había sido real. Fue difícil. Los primeros meses la buscó diariamente por sus lugares favoritos: la plaza de las flores y la piscina municipal. Un día se creyó enloquecer cuando pensó verla caminando por las calles del pueblo donde ella había crecido, pero no. No era, no estaba. Había desaparecido.
Por eso, cuando la vio sentada en la iglesia, quedó atónito. Esos cuatro años de preguntas sin respuestas, todos ese tiempo había transcurrido desde la última vez que se habían encontrado y sin embargo parecían no haber pasado, no existir. Era ella, unos años más grande, sí, se veía que había engordado un poquito, pero la cara redonda la hacía verse más saludable, mejor. Estaba contenta, charlando con una muchacha, riéndose. ¿Qué hacía en su iglesia? Qué extraño. Le tomó un tiempo llenarse de valor y
- ¿Anastasia?
- Eh?
- Anastasia, soy yo, Mario.
- Mmm, no, me parece te confundiste, no me llamo Anastasia.
- Ah, si, te confundí con otra chica, disculpá.
- Puede ser.
- Pero... yo. Sos igual.
- Ah... Eh, sí, quizás, no se. Ni siquiera conozco a ninguna Anastasia.
- Ah, no claro, entonces no.
- No, lindo nombre igual.
- Sí, un lindo nombre.
Ella se dio media vuelta, se la veía un poco incómoda. ¿Sería que no era Anastasia? ¿Sería que no se acordaba de él? ¿Sería que quería dejar atrás su faceta de prostituta? Se alejó y se sentó atrás de todo. Si hay algo que no quería era hacerla sentir desubicada en su iglesia. Más que nada porque quería volver a verla y saber si esto era solo su ilusión o era ella de verdad. Seguía atado a la posibilidad de volver a verla. No por el sexo, no. Porque ella le había dado el amor necesario en los momentos más solitarios de su existencia.
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